El país atraviesa un momento definitorio. Con la llegada de los nuevos integrantes de la Suprema Corte, elegidos por voto popular, México inaugura una etapa inédita en la historia de su sistema de justicia. La presidenta Claudia Sheinbaum lo dijo con claridad: “hoy termina una era de nepotismo, de un Poder Judicial que servía a unos cuantos”.
La reforma judicial impulsada por Morena y sus aliados no solo redujo el número de ministros y acotó sus periodos en el cargo, también abrió la puerta a un modelo más democrático en la designación de jueces y magistrados. Por primera vez en el mundo, los ciudadanos participaron directamente en la conformación de la Corte, un hecho que marca un antes y un después en la forma de concebir la independencia judicial.
El reto, sin embargo, apenas comienza. Si bien la promesa es clara —un Poder Judicial más transparente, cercano y meritocrático—, los riesgos de politización y falta de experiencia entre los nuevos integrantes están sobre la mesa. La legitimidad que otorga el voto popular deberá traducirse en resoluciones justas, imparciales y técnicas, alejadas de presiones partidistas o intereses coyunturales.
En los hechos, lo que se juega no es solo el destino del Poder Judicial, sino la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. México necesita un sistema que resuelva con prontitud, que no se arrodille frente a la corrupción ni se encierre en privilegios. Los viejos vicios del nepotismo y el amiguismo deben quedar en el pasado para dar paso a una justicia que garantice derechos y no favores.
Hoy comienza una nueva etapa, sí, pero el desenlace dependerá de que las reformas no se queden en un cambio de nombres, sino que se consoliden en prácticas y resultados palpables. Si el nuevo Poder Judicial logra cumplir con ese mandato histórico, entonces sí, podremos hablar de que México vive una auténtica transformación en su vida pública.
 
			 
		