La posibilidad de que el gobierno mexicano otorgue asilo a niños huérfanos palestinos víctimas de la guerra en Gaza abre una ventana de humanidad en medio de una de las crisis más devastadoras de nuestro tiempo. No se trata únicamente de una decisión administrativa o diplomática, sino de un gesto que encarna la tradición más noble de la política exterior mexicana: la solidaridad con los pueblos que sufren.

México ha demostrado, una y otra vez, que sus fronteras no son solo líneas geográficas, sino puertas abiertas a quienes huyen de la persecución y la violencia. Así lo hizo en 1939, cuando el entonces presidente Lázaro Cárdenas tendió la mano a miles de exiliados españoles que encontraban en nuestro país no solo refugio, sino un nuevo hogar donde reconstruir sus vidas. Aquel acto no fue solo un capítulo de nuestra historia, sino la confirmación de que la empatía y el compromiso humanitario forman parte de nuestro ADN nacional.

Hoy, ante el dolor de Gaza, esa misma vocación solidaria vuelve a ponerse a prueba. Dar asilo a niños huérfanos de esta guerra significaría no solo salvar vidas, sino ofrecer un futuro donde ahora solo hay ruinas. Sería un acto que trasciende fronteras y que recordaría al mundo que la diplomacia también se construye con gestos de compasión.

México no puede detener la guerra, pero sí puede hacer algo por sus víctimas más indefensas. En un mundo cada vez más indiferente al sufrimiento ajeno, abrir nuestras puertas a estos niños sería reafirmar que, para nuestro país, la neutralidad nunca será sinónimo de indiferencia.

En tiempos de violencia y desesperanza, ofrecer asilo es una forma silenciosa pero contundente de resistencia: la resistencia a la deshumanización. Y México, con su historia, está llamado a ser parte de esa resistencia

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