El campo mexicano enfrenta hoy una tormenta perfecta: por un lado, la crisis arancelaria con Estados Unidos, que amenaza con estrangular a pequeños y medianos productores ante la imposición de impuestos a exportaciones clave como el jitomate; por otro, los efectos extremos del cambio climático, que se manifiestan con brutal desigualdad: sequías prolongadas en el norte y lluvias torrenciales en el sur, devastando cultivos, erosionando tierras y minando la seguridad alimentaria del país.
En este contexto, el discurso de apoyo al campo ya no basta. Se requieren acciones profundas, estructurales y estratégicas. Y el camino más eficaz —aunque históricamente descuidado— es la inversión decidida en ciencia y tecnología agrícola. México ya no puede seguir confiando su soberanía alimentaria a la buena voluntad del clima ni a la volatilidad de los mercados internacionales. Debe apostarle con urgencia a un modelo de campo inteligente, resiliente y autónomo.
Hoy más que nunca, el agro nacional necesita tecnificación sustentable, acceso a semillas mejoradas, monitoreo climático en tiempo real, manejo eficiente del agua y sistemas de alerta temprana que permitan anticipar desastres naturales. La ciencia no puede seguir siendo un privilegio exclusivo de grandes agroindustrias; debe ponerse al servicio de las comunidades rurales, de los ejidos, de las y los campesinos que alimentan a este país sin garantías mínimas para sostener su producción.
El modelo de subsidios clientelares y asistencialismo electoral ha demostrado su ineficiencia. Es momento de canalizar esos recursos hacia centros de innovación agrícola regionales, promover el uso de drones para monitoreo de cultivos, fomentar la capacitación técnica del productor y garantizar el acceso a tecnologías de riego y conservación de suelos. No se trata de desplazar al campesino, sino de empoderarlo con herramientas del siglo XXI.
En tanto, la política exterior agrícola requiere firmeza y estrategia. México debe defender sus productos ante prácticas proteccionistas de Estados Unidos sin caer en la improvisación ni en la retórica nacionalista vacía. La crisis arancelaria del jitomate, por ejemplo, demuestra cómo un sector entero puede tambalearse si no existe una diversificación de mercados, un fortalecimiento del comercio interno y una estructura fiscal sólida para proteger al productor frente a las turbulencias externas.
La emergencia climática no es una amenaza futura: es una realidad presente que ya destruye cosechas, encarece alimentos y empobrece comunidades rurales. Las lluvias atípicas, los incendios forestales, las heladas fuera de temporada y los suelos estériles son síntomas del colapso ambiental que avanza mientras el Estado responde con discursos, no con planes científicos ni recursos suficientes.
El campo mexicano no necesita dádivas. Necesita inversión, transferencia tecnológica, justicia climática y una visión de largo plazo. Necesita que lo vean no como un rezago, sino como la columna vertebral de nuestra soberanía y seguridad alimentaria. Mientras el mundo invierte en agricultura regenerativa, biotecnología, energías limpias y automatización agrícola, México no puede seguir sembrando futuro con herramientas del pasado.
La crisis está aquí. Y con ella, una oportunidad: transformar el campo en el corazón innovador del país, no en su eterna periferia. Dependerá de nuestras decisiones si lo logramos… o si volvemos a cosechar abandono.
 
			 
		