En menos de una semana, dos hechos estremecen al sistema penitenciario de Chiapas y revelan lo que muchos temían: que las cárceles, lejos de ser espacios de reinserción social o seguridad, se han convertido en escenarios de abandono, negligencia y violencia institucional.

Por un lado, la Fiscalía General del Estado informó de la aprehensión de siete elementos activos de la Secretaría de Seguridad del Pueblo, comisionados al Centro Estatal de Reinserción Social para Sentenciados (CERSS) No. 11 en Pichucalco, como presuntos responsables del delito de homicidio culposo en agravio de Héctor “N”. Además, se les acusa de ejercicio ilegal de funciones públicas, por hechos ocurridos el pasado 11 de julio. Que sean precisamente quienes debían garantizar la seguridad en el penal quienes hoy enfrentan cargos graves es, por sí solo, un testimonio de la profunda podredumbre institucional que permea el sistema carcelario en Chiapas.

Por otro lado, el caso de Milka Cervantes, quien fue hallada muerta en el penal de El Amate apenas doce días después de haber sido detenida, sigue sin esclarecerse. Milka estaba bajo la custodia del Estado, y el Estado falló. Su muerte no es sólo una tragedia individual: es una denuncia colectiva. Las condiciones que permiten que una mujer sin antecedentes clínicos, sin vigilancia adecuada y sin atención psicológica muera en su celda no son una excepción: son el resultado de omisiones sistemáticas.

El discurso oficial habla de «investigaciones», «cero impunidad» y «mano firme». Pero la ciudadanía exige más que comunicados de rutina. ¿Dónde están los mecanismos preventivos? ¿Dónde la supervisión externa, la rendición de cuentas y el seguimiento judicial con perspectiva de derechos humanos?

No basta con castigar a unos cuantos funcionarios cuando el sistema entero está podrido. Y no basta con señalar que se trató de un suicidio cuando la víctima estaba en un entorno de vigilancia total. Una cárcel es un espacio controlado. Cada persona bajo custodia es responsabilidad del Estado. Por eso, en el caso de Milka, es indispensable que la investigación sea atraída por la Fiscalía General de la República y acompañada por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. Se debe activar el Protocolo Homologado de Investigación de Feminicidio, como manda la ley.

El caso Pichucalco demuestra que los abusos no son accidentales, sino estructurales. Y el caso El Amate revela que las mujeres enfrentan una vulnerabilidad mayor dentro de estos espacios. Ambas historias nos gritan lo que muchos han querido ignorar: que en las cárceles chiapanecas la ley se suspende y el abandono reina.

Cuando una persona muere en prisión, el Estado no puede escudarse en tecnicismos o comunicados. Tiene que responder con acciones contundentes. Tiene que sanar la herida, porque si no lo hace, se desangra su legitimidad.

La justicia no puede esperar más. Y la sociedad no puede acostumbrarse a que sus cárceles se conviertan en fosas.

Porque cuando alguien muere bajo custodia, no sólo muere una persona. También muere una parte del Estado.

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