La Cumbre de Financiación para el Desarrollo celebrada en Sevilla no fue una más entre tantas. Fue, en palabras de sus protagonistas, un punto de partida cargado de esperanza y determinación, en medio de un escenario global cada vez más amenazante para la Agenda 2030. Con más de 150 países y 15 mil delegados reunidos, el evento confirmó algo esencial: el desarrollo sostenible sigue siendo posible, pero requiere más que discursos. Exige acción decidida, voluntad política y, sobre todo, un compromiso real de los gobiernos, especialmente en los ámbitos locales.

El llamado «Compromiso de Sevilla» dejó claro que ya no basta con diagnosticar lo que no funciona. Ahora se ha trazado una hoja de ruta clara, con propuestas concretas para reducir la deuda, cerrar la brecha de financiamiento y avanzar hacia una mayor equidad en la toma de decisiones económicas globales. Pero ese impulso internacional solo tendrá impacto real si logra aterrizarse en políticas públicas locales. Si las ciudades, municipios y regiones del mundo —especialmente en países en desarrollo— no se suman a este esfuerzo con acciones propias, el acuerdo corre el riesgo de diluirse en el aire.

La Agenda 2030 no es un asunto exclusivo de cancillerías ni de organismos multilaterales. Es un mapa de ruta para transformar la vida de las personas desde lo más cercano: agua potable, educación de calidad, salud digna, empleo decente, protección ambiental. Por ello, los gobiernos locales deben dejar de ver los ODS como un listado técnico o un marco ajeno, y asumirlos como un motor de cambio que puede —y debe— orientar la planeación, el presupuesto y las prioridades de gobierno.

Sin embargo, dar este paso implica también romper inercias. Significa aceptar que las instituciones públicas no pueden, ni deben, actuar solas. La Cumbre de Sevilla lo dejó claro: los desafíos son demasiado grandes para enfrentar sin alianzas. Es momento de que los municipios, estados y regiones acepten y busquen el acompañamiento de quienes ya trabajan por estos objetivos desde hace décadas: activistas, científicos, colectivos ciudadanos, universidades y organizaciones de la sociedad civil que conocen el terreno, las necesidades y las soluciones.

En este sentido, resulta alentador que los organizadores de la Cumbre reconocieran las críticas por la limitada participación social y se comprometieran a una mayor inclusión. Escuchar no es un acto de generosidad política, es una obligación democrática. Y abrir canales de participación para estos actores puede ser el paso más eficaz para hacer realidad los compromisos de Sevilla.

La urgencia es real. La crisis climática, el aumento de la desigualdad, el peso aplastante de la deuda y la pérdida de confianza en las instituciones nos colocan en un punto de quiebre. Pero también en una oportunidad histórica. La voluntad colectiva expresada en Sevilla debe traducirse en presupuestos sensibles a los ODS, en políticas integradas, en sistemas de rendición de cuentas y en nuevas formas de gobernar con participación social.

Sevilla reavivó la esperanza. Pero para que esa esperanza se materialice en transformaciones tangibles, necesitamos que los gobiernos locales abandonen la retórica y se conviertan en protagonistas del cambio. La Agenda 2030 no es una meta abstracta: es el camino que nos conviene a todos. Y el tiempo para caminarlo juntos es ahora.

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