La conmemoración del 80º aniversario de la Carta de las Naciones Unidas debería haber sido una celebración del progreso colectivo de la humanidad, pero se convirtió en un recordatorio incómodo de nuestras fracturas globales. En un mundo marcado por guerras activas, crisis humanitarias, desigualdades cada vez más profundas y un multilateralismo en franca erosión, el llamado del Secretario General António Guterres y del presidente de la Asamblea General, Philemon Yang, a renovar el espíritu de San Francisco suena más a súplica que a firmeza diplomática.

El contexto no podría ser más sombrío: Ucrania devastada por una guerra prolongada, Gaza sumida en una catástrofe humanitaria, Sudán consumido por un conflicto olvidado, y nuevas formas de violencia —tecnológica, económica, climática— amplificando el sufrimiento global. La Carta de 1945 nació del horror de dos guerras mundiales y representó la esperanza de que el derecho internacional y la cooperación evitarían su repetición. Sin embargo, hoy parece más bien un documento ceremonial que una guía práctica.

El multilateralismo, pilar central de la ONU, ha sido saboteado tanto desde fuera como desde dentro. Algunas potencias han optado abiertamente por el uso de la fuerza o el veto político como herramientas de presión, mientras otras socavan el consenso global con discursos nacionalistas, políticas de exclusión y dobles estándares. Cuando el poder sustituye al derecho, la ONU se convierte en un foro sin dientes, incapaz de detener masacres ni frenar impunidades.

No obstante, sería injusto ignorar los logros que durante ocho décadas se han alcanzado gracias al sistema de Naciones Unidas: la descolonización, la creación de normas globales de derechos humanos, los objetivos de desarrollo sostenible, la ayuda humanitaria y misiones de paz que, aunque imperfectas, han salvado millones de vidas. Pero como bien advirtieron Guterres y Yang, estos avances no deben darse por sentados. Las amenazas actuales requieren respuestas colectivas valientes y profundas reformas institucionales.

La frase “la Carta no es opcional” no debe ser sólo un recordatorio normativo, sino una advertencia ética: normalizar la guerra, la ocupación, el hambre como arma o el desprecio al derecho internacional nos acerca a un colapso sistémico. La ONU debe reinventarse para no convertirse en un memorial de sus propios fracasos. La credibilidad del organismo está en juego, y con ella, la posibilidad de construir un orden mundial más justo y sostenible.

Las propuestas como el Pacto para el Futuro o el Pacto Digital Mundial pueden ofrecer nuevas rutas, pero sin voluntad política, se quedarán en papel mojado. Hoy más que nunca es indispensable reconfigurar la arquitectura multilateral con mecanismos más democráticos, representativos y eficaces. La paz no es una consigna abstracta, sino una construcción política y ética que exige responsabilidad colectiva.

Si tomamos en serio las palabras “Nosotros, los pueblos”, entonces toca actuar con coherencia. La promesa de San Francisco aún puede renovarse, pero no con discursos ni conmemoraciones, sino con decisiones firmes, reformas valientes y el compromiso real de poner a la humanidad —y no a los intereses de unos pocos— en el centro del sistema internacional.

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