En un mundo cada vez más interconectado, la Cuarta Conferencia Internacional sobre Financiación para el Desarrollo (FFD4), celebrada en Sevilla, ha reiterado una verdad fundamental: la inversión en los países más vulnerables no es un simple gesto humanitario, sino una estrategia racional, eficaz y urgente para garantizar la estabilidad global. Este encuentro, que convoca a gobiernos, organismos multilaterales y sociedad civil, marca un punto de inflexión en la forma en que entendemos la cooperación internacional.

Durante décadas, se ha debatido si las transferencias de recursos a países en desarrollo debían verse como «ayuda» o como «inversión». Hoy, más que nunca, el enfoque se inclina hacia esta última noción. Como recordó Laura Muñoz, responsable regional del Fondo para el Desarrollo del Capital de la ONU (Uncdf), “vivimos en un mundo conectado”, y el bienestar de unos incide directamente en el bienestar de todos. La pobreza extrema, los conflictos y los desastres naturales no respetan fronteras; sus consecuencias, como las migraciones forzadas o las crisis alimentarias, terminan impactando a escala global.

Los datos son elocuentes. Por cada dólar invertido en la reducción de riesgos, se ahorran hasta 15 en tareas de recuperación. No es retórica: es una evidencia económica. Sin embargo, según la OCDE, el 70 % de los recursos de financiación multilateral del desarrollo aún se destinan a países de renta media, mientras que solo el 30 % llega a los más pobres. Esta disparidad refleja una contradicción entre el discurso solidario y la lógica financiera global, que sigue privilegiando mercados con retorno inmediato antes que territorios con necesidades urgentes.

Invertir en los más vulnerables también significa construir un entorno internacional menos propenso a crisis. Países con sistemas de salud frágiles, infraestructura débil y gobernanza limitada son terreno fértil para conflictos, pandemias o desastres amplificados por el cambio climático. La prevención en estas regiones, mediante recursos bien gestionados, tiene un efecto multiplicador que beneficia a la seguridad internacional.

La conferencia de Sevilla propone un nuevo pacto: que los compromisos financieros no se entiendan como dádivas, sino como responsabilidad compartida. El multilateralismo no debe ser solo una consigna diplomática, sino una estructura operativa eficaz, que actúe con rapidez, equidad y visión de largo plazo. La inversión en desarrollo debe dejar de depender de vaivenes políticos o intereses bilaterales y pasar a ser parte de una arquitectura financiera global justa y funcional.

En este contexto, América Latina y África son dos regiones clave. Ambas cargan con profundas desigualdades, pero también con un potencial enorme. Invertir en su desarrollo no solo cambia vidas localmente; también transforma dinámicas comerciales, ecológicas y migratorias a nivel global. Como enfatizó Muñoz, hay que pensar con la cabeza y actuar con el corazón: la ayuda al desarrollo es pragmatismo con rostro humano.

No hay estabilidad global sin justicia económica. Y no hay justicia económica sin una reconfiguración profunda de la forma en que fluye el dinero en el planeta. Sevilla lo ha puesto sobre la mesa: el tiempo de la retórica se agotó. Ahora es momento de hacer del desarrollo una causa común, y de cada inversión, un acto de protección colectiva.

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