El planeta está hablando con fuego, con viento, en vasos con ausencia de agua, en otros con tormentas e inundaciones. Y México, lejos de responder con firmeza, parece actuar con una mezcla de indiferencia oficial y heroísmo ciudadano. Las imágenes de campos agrietados por la sequía, cerros enteros consumidos por incendios forestales y ciudades anegadas tras lluvias atípicas se han vuelto comunes, casi normales, como si resignarse fuera la única política ambiental vigente.
La crisis climática ya no es una amenaza abstracta ni una advertencia futurista. Es una emergencia tangible que golpea la vida diaria: afecta la producción agrícola, dispara los precios, agrava la migración interna, pone en riesgo la salud pública y presiona a comunidades que ya enfrentaban desigualdad estructural. Chiapas, Oaxaca, Guerrero y Sonora son hoy testigos del drama: en unos, la tierra se quiebra; en otros, se inunda sin control.
Lo más preocupante es que esta tragedia avanza en medio de una débil estrategia nacional de mitigación y adaptación climática. La falta de inversión sostenida en prevención de desastres, la tala ilegal tolerada por autoridades locales y la politización de los recursos naturales reflejan una omisión criminal del Estado mexicano. Mientras los discursos federales hablan de “soberanía energética” y transición verde, se siguen promoviendo megaproyectos que fragmentan ecosistemas sin garantizar justicia ambiental para las comunidades afectadas.
Frente a la omisión institucional, existen voces que destacan el surgimiento de una forma de resistencia desde abajo: brigadas comunitarias que combaten incendios sin equipo adecuado; pueblos indígenas que defienden sus ríos y selvas con la vida; movimientos juveniles que alzan la voz con datos y convicción. Son ellos quienes, desde lo local, están dando la cara ante una emergencia global. Pero no pueden solos.
La situación exige mucho más que paliativos. Se requiere una política ambiental con enfoque territorial, indígena y científico, que deje de ver a la naturaleza como un obstáculo al desarrollo y la entienda como lo que es: la base de toda forma de vida. Es tiempo de gravar con firmeza a quienes contaminan, de detener la urbanización salvaje, de reforestar no por estética sino por subsistencia.
México aún puede corregir el rumbo, pero el reloj avanza. Lo que está en juego no es solo el clima, sino la posibilidad de que nuestros hijos hereden algo más que un territorio devastado. Si la resistencia local está en marcha, falta entonces que el poder nacional la escuche, la apoye y la convierta en política de Estado.