Durante años, el conflicto en el ejido Tila, Chiapas, fue minimizado. Fue ignorado. Fue ocultado.
Hoy, esa omisión ha cobrado factura. El municipio vivió en sexenios pasados una grave crisis humanitaria: miles de personas desplazadas, viviendas atacadas, violencia desbordada. Y lo peor… es que todo esto se pudo prevenir.
El origen del conflicto es claro: un desacato prolongado a la legalidad. Desde 1934, una resolución presidencial reconoció al Ejido Tila como dueño legítimo de sus tierras. Pero el municipio, durante décadas, usurpó parte de ese territorio y construyó en él edificios, oficinas y calles sin el consentimiento del ejido.
Incluso en 2018, cuando la Suprema Corte confirmó el derecho de restitución de esas tierras, las autoridades locales hicieron caso omiso.
¿Por qué? Porque lo que opera en Tila no es sólo un gobierno municipal. Es un cacicazgo. Una red política que, durante casi 20 años, ha utilizado el poder para preservar intereses propios… no para servir al pueblo.
En ese vacío institucional, los grupos armados crecieron. El crimen organizado se infiltró. Y el conflicto agrario se transformó en violencia generalizada.
Los derechos humanos fueron los primeros en caer: familias desplazadas, casas incendiadas, amenazas constantes, acceso limitado a la salud, educación y justicia.
Y mientras tanto, las autoridades —estatales y federales— llegaron tarde… o no llegaron. Prefirieron los patrullajes a las soluciones, el silencio al compromiso, la tregua superficial a la justicia de fondo.
Hoy, Tila no sólo exige seguridad. Exige respeto a la ley. Exige reparación a las víctimas. Exige que se rompa el ciclo de impunidad que permitió que un conflicto agrario se volviera una tragedia humanitaria.
Porque cuando el Estado se ausenta, la violencia toma su lugar.
Y lo que ocurre en Tila es más que un llamado de alerta: es una responsabilidad que ya no puede posponerse.