Angel Yuing Sánchez
El fallo judicial que ordenó la liberación del defensor de migrantes Luis García Villagrán no solo representa un triunfo personal para él, sino también un recordatorio incómodo para quienes han convertido la justicia en un campo de batalla política. La Fiscalía General de la República (FGR) pretendía vincularlo a proceso por delitos de delincuencia organizada y tráfico de personas, construyendo un caso con 75 supuestas pruebas recabadas por autoridades federales.
Sin embargo, el juez federal Jonathan Francisco Izquierdo Prieto determinó que no existían elementos suficientes para acreditar su participación en los hechos. Y aquí radica el punto central: la decisión se sustentó en la presunción de inocencia, el respeto al debido proceso y el reconocimiento legal de Villagrán como defensor protegido por el Mecanismo de Protección para Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas.
La reacción de la FGR fue inmediata: anunció que apelará la decisión. El fiscal Alejandro Gertz Manero calificó la actuación del juez como “inédita” y cuestionó que no se valoraran todas las pruebas. Pero el debate real trasciende lo jurídico. La pregunta incómoda es: ¿por qué el mismo ímpetu no se aplica para investigar a funcionarios del Instituto Nacional de Migración (INM), quienes acumulan denuncias y pruebas por delitos vinculados al tráfico de migrantes, corrupción y violaciones a los derechos humanos? Delitos que, lejos de perseguirse, parecen ser sistemáticamente encubiertos.
En la frontera sur, los testimonios de migrantes, activistas y organizaciones coinciden en señalar que existen redes operando desde dentro de las instituciones encargadas de garantizar el control y la protección. Y sin embargo, la lupa del Ministerio Público casi nunca se coloca allí. Es más fácil y políticamente rentable fabricar expedientes contra defensores que acompañan a personas en tránsito que incomodar a funcionarios con poder y conexiones.
La liberación de Villagrán no es el final de la historia. La apelación anunciada por la FGR mantendrá el caso abierto. Pero este episodio ya dejó claro que, al menos en esta ocasión, la razón de la ley y el respeto a los derechos humanos se impusieron sobre la tentación de criminalizar la labor humanitaria.
La justicia, cuando se ejerce con imparcialidad, no es complaciente con nadie. Por eso, si el Estado mexicano quiere recuperar credibilidad, debe mirar hacia dentro y limpiar la casa, en lugar de ensañarse con quienes hacen visible lo que a muchos incomoda: la crisis humanitaria y la corrupción que la alimenta.
Este caso pone de manifiesto la tensión entre el poder acusador y el respeto al debido proceso. Aunque la FGR invocó una amplia documentación y pruebas que, según ellos, respaldaban su acusación, el juez optó por priorizar la integridad del proceso judicial, la presunción de inocencia y el reconocimiento del estatus de defensor de derechos humanos. Esa decisión reafirma los cimientos del Estado de derecho y subraya la importancia de no criminalizar labores legítimas y humanitarias.
 
			 
		