Entre el entusiasmo y la sospecha: BRICS, rebeldía juvenil y los rostros ocultos del poder

La reciente cumbre de los BRICS en Brasil ha sido celebrada por muchos como un hito en la construcción de un nuevo orden internacional. No les falta razón: el bloque, que agrupa a más de la mitad de la población mundial y una proporción considerable de la riqueza global, representa una respuesta estructural al dominio de Occidente sobre los destinos del planeta. En su discurso, los BRICS se presentan como un frente antifascista y antiimperialista, promueven un sistema económico más justo, y buscan la autodeterminación de los pueblos del Sur Global. En un mundo profundamente desigual, esa narrativa resuena con fuerza, especialmente entre la juventud latinoamericana, harta del abandono, de las promesas vacías y de la violencia cotidiana.

Sin embargo, como periodista y defensor de derechos humanos que ha recorrido comunidades marcadas por el dolor, la pobreza y la impunidad, no puedo limitarme a aplaudir sin cuestionar. Hay algo profundamente contradictorio —e incluso peligroso— en la romantización de un bloque que, si bien desafía el poder occidental, incluye en sus filas a gobiernos autoritarios, represivos o neoliberales con otras máscaras. Gobiernos que hablan de soberanía de los pueblos mientras encarcelan disidentes, criminalizan la protesta social y perpetúan pactos de impunidad con las élites económicas.

El enemigo del Sur no está solo en el Norte. Está también —y sobre todo— en casa. En esos Estados que fingen oponerse al imperio pero siguen pactando con él en lo oscuro: acuerdos comerciales ventajosos, exportación de materias primas sin valor agregado, zonas económicas especiales controladas por transnacionales, megaproyectos que despojan territorios indígenas, y guerras entre cárteles que sirven como cortina de humo para la militarización.

Esos mismos gobiernos que hoy se presentan como adalides de la justicia global, han sometido a sus pueblos a democracias simuladas: elecciones sin alternancia real, medios de comunicación cooptados, violencia electoral y redes clientelares que reparten migajas mientras blindan los privilegios de una clase política que, aunque se vista de izquierda o de soberanista, sigue viviendo del viejo modelo neoliberal.

Sí, es legítimo cuestionar el orden imperial. Es necesario construir alternativas. Pero si de verdad queremos una transformación profunda, debemos dejar de idealizar a los gobiernos por el solo hecho de enfrentarse a Washington o a Bruselas. Hay que mirar más allá del discurso: ¿qué hacen por sus pueblos? ¿Cómo garantizan los derechos? ¿A quién benefician realmente sus políticas?

El auge de los movimientos juveniles en América del Sur es una bocanada de aire fresco. Su rebeldía no se reduce a banderas partidistas ni a lealtades geopolíticas. Quieren otra forma de vivir, otra manera de decidir y construir. Y para que esa energía no sea absorbida por el cinismo de la política tradicional, es fundamental que se mantenga independiente, crítica y consciente del uso simbólico que se hace de sus luchas.

Porque el riesgo está ahí: que la rebeldía se convierta en espectáculo, en relato útil para gobiernos que pactan con un imperio mientras simulan pelear con él. Que se les dé micrófono en las cumbres y represión en las calles. Que se financien sus causas con una mano, mientras con la otra se les arrebatan sus territorios, sus cuerpos y su futuro.

La cumbre de los BRICS puede ser una plataforma de esperanza. Pero también puede ser —como tantas veces en la historia— una trampa retórica para que nada cambie realmente. Lo importante ahora no es solo el discurso, sino lo que pase en las bases, en los barrios, en las asambleas populares, en las trincheras cotidianas donde se juega la verdadera transformación.

No basta con cambiar de imperio. Lo que necesitamos es derribar todas las formas de dominación, vengan de donde vengan. Y eso solo puede hacerse desde abajo.

 

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