La reciente detención de dos presuntos operadores del grupo criminal liderado por el alias «Comandante Sargento» —brazo derecho de «Kalimba», autor intelectual del asesinato del padre Marcelo en 2024— ha vuelto a encender las alarmas sobre una verdad incómoda: los criminales que asesinan periodistas, activistas y defensores de derechos humanos no operan en solitario. Detrás de cada ejecución hay una red. Y detrás de esa red, casi siempre, hay autoridades que miran hacia otro lado o que, peor aún, son parte del engranaje.

San Cristóbal de Las Casas no solo es una ciudad con historia y belleza, también es un punto estratégico para el crimen organizado: corredor de drogas, paso de migrantes, tierra disputada por células armadas y seudo organizaciones sociales que, lejos de su vocación original, se han convertido en brazos operativos de la delincuencia. Son los mismos que hoy encubren, amenazan, ejecutan, y se esconden bajo discursos de reivindicación que han perdido toda legitimidad.

El asesinato del padre Marcelo fue un golpe no solo a la iglesia ni a su comunidad. Fue un mensaje dirigido a todos quienes, desde sus trincheras, incomodan al poder que nace de la impunidad y se sostiene con la sangre de quienes defienden la vida y la dignidad. Y aunque las autoridades han capturado a dos supuestos responsables, el fondo del problema sigue intacto: los criminales siguen operando porque tienen redes de protección, y esas redes nacen en las instituciones mismas cuando son cómplices y omisas.

Resulta preocupante —y a la vez revelador— que la Fiscalía de Distrito Altos haya identificado a los detenidos como integrantes de una estructura dedicada a homicidios, cobro de piso y extorsiones en varias colonias del norte de la ciudad. ¿Cómo es que estos grupos pudieron operar tanto tiempo sin intervención? ¿Por qué el asesinato de “La Perris” -joven asesinado de varios disparos el pasado 19 de junio-, o el trasiego de drogas sigue ocurriendo a plena luz del día si ya estaban en la mira de las autoridades? La respuesta está en esa complicidad que ha dejado de ser pasiva para convertirse en activa.

Estas acciones son importantes, sí, pero insuficientes si no hay voluntad política para desmantelar el sistema de protección que permite a estos grupos actuar con total impunidad. El crimen organizado no solo vive del narco: vive del silencio cómplice de quienes juraron protegernos y hoy trafican influencias, pactan impunidades o simplemente se cruzan de brazos mientras la violencia se expande.

El caso del padre Marcelo no debe quedar como una cifra más ni como una noticia fugaz. Su vida —como la de tantos periodistas, activistas y líderes sociales asesinados— debe encender la exigencia colectiva de justicia verdadera. No basta con atrapar a dos operadores si los autores intelectuales siguen tejiendo redes, si los funcionarios que los protegen siguen intocables y si los crímenes no derivan en condenas firmes y ejemplares.

Hoy más que nunca, denunciar estas redes de corrupción, violencia y complicidad no es un acto de valentía, es un deber ético. Porque cada vida arrebatada sin consecuencias, cada carpeta archivada sin justicia, es una victoria para el crimen y una derrota para el Estado de Derecho. Y ya hemos perdido demasiado.

*Ángel Yuing Sánchez es periodista independiente, subdirector de información de Chiapas Observa y activista de derechos humanos en el sur de México. Su trabajo ha documentado la violencia estructural y los mecanismos de impunidad en el sureste del país.

 

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