Ha pasado el tiempo
Yo no quería desfilar, pero el profesor dijo que era obligado, señor K. Yo iría de blanco y con short, cuando los otros niños vestirían pantalón y camisa. En ese entonces ya aborrecía ponerme short. Una cosa era ponerlos en casa y otra, muy diferente, usarlos en las calles, ante la mirada escrutadora de las mamás de aquella escuela donde estudiaba. Para jorobar un poco más el asunto, tenía que ponerme aquellos zapatos negros que no me gustaron cuando mamá me los enseñó y dijo que los estrenaría en el desfile. Antes de salir de casa, me trepó a la cama e hizo que me los pusiera. Antes los estampé contra el piso y pateé como si me defendiera de alimañas que se querían tragar mis pies. Si querían que desfilara, al menos me hubieran disfrazo de revolucionario. Ellos llevarían bigotes y barba e irían cargando palos que hacían de rifles. Según el maestro, eran los que, a punta de tiros, salvaron al país. Algunos irían a caballo y yo caminando. ¿Acaso la vida me estaba dibujando mi destino y no supe verlo en aquel entonces?
Mamá no se puso de mi lado. No dijo que me quedara en casa. Que le diría al profesor que enfermé a última hora. O que, por andar volando, choqué con un objeto desconocido y resulté con la clavícula hecha pedazos. No quizo inventar nada. Al contrario. Me despertó temprano. Hizo que me bañara con agua fría. Me peinó y ordenó que me pusiera aquellas prendas blancas símbolo de la pureza que había en mí, además que me calzara los mocasines que me sacarían ampollas y representaría mi primera humillación en público. Ella no se acuerda, pero yo hice rabietas. Lloré. Zapateé. Grité. Convoqué a Sansón. A David. Y a cuanto personaje bíblico que recordaba, pero nadie vino en mi ayuda. También hice conjuros. Deseé que el maestro se cayera en algún hoyo. Que lo pateará un burro o mordiera un perro. Que cayera una tormenta para que el desfile se cancelara. Pero nada de eso pasó y yo tuve que rendirme cuando mamá tomó el cinturón y me dijo amorosa: ¡Te calmas!
Cuando estuvimos listo, mamá nos tomó de la mano a mi hermano Víctor y a mí y nos llevó a la escuela. Esa parte no la recuerdo, pero tuvo que ser así. Mi hermano iba en preescolar y yo en primaria. Quizá en primero o segundo grado. Nos hicieron caminar kilómetros de calles bajo un sol hiriente. Gritamos vivas y, cuando terminamos, nos devolvieron a mamá. Seguro que por donde pasábamos, la gente nos miraba como animalitos extraños que algún circo aún más extraño exhibiría en su primer debut. Aplaudían y reían como monos amaestrados. Ya no recuerdo más de aquel desfile, señor K. La molestia en los pies era insoportable porque los zapatos me apretaban. No iba haciendo relajo ni molestando a nadie. Iba serio. Con ganas de que el desfile se lo llevara la chingada.
Cuando terminamos, mamá compró helados y nos llevó al parque donde encontramos a mi prima Rosy —es la niña que está en medio de mi hermano y yo—. Fue ahí donde se le ocurrió la brillante idea de hacernos esta fotografía. Mamá estaba feliz, orgullosa de sus pequeños que ya eran parte de aquella escuela. Entre mis recuerdos, la veo sonriente, pidiendo al fotógrafo que nos sacara una fotografía. Nos llevaron al quiosco del parque y el fotógrafo pidió que lo miráramos. Yo seguía serio. Con ganas de irme a la casa y quitarme los zapatos. Pero la humillación continuaba. No fue suficiente desfilar por las calles vestido con short y calzando aquellos zapatos. Ahora mamá quería inmortalizar ese momento. Ese gesto en mi cara. Esas ganas de salir corriendo e irme a casa. Listo, dijo el fotógrafo y de ahí en adelante ya no recuerdo nada.
Ese niño que aparece en la fotografía se difuminó en el tiempo, señor K. Se hizo luz. Polvo cósmico. Me veo y pienso cómo han pasado los años. En qué momento me hice grande. Una ocasión le pregunté a mamá si tenía fotografías de cuando yo era bebé. Ninguna, dijo. Se puso seria, triste. La pregunta le recordó la odisea que vivió en aquellos años de carencia económica. Lo importante era salvar el día. Conseguir comida para alimentarnos. No iba a estar pensando en retratarnos para que nosotros, años más tarde, nos conociéramos de bebé. Me hubiera gustado, se quejó mamá.
Encontramos esta fotografía porque estábamos revisando algunos documentos y ahí estaba, en una carpeta. Cuando la vi, sentí una ráfaga de viento helado. Frente a mí estaba el que fui. En ese entonces yo hablaba solo. Me trepaba a los árboles y me tiraba de ellos con los brazos extendidos porque deseaba volar. El sueño más lindo que tenía era donde volaba por los cielos porque papá no estaba. Me fascinaba que mamá me abrazara y me arrullara en la hamaca. La voz de mamá era puerto seguro y lo sigue siendo. Yo no pensaba en otra cosa que jugar en la calle. Inventaban a mis propios personajes y les daba vida. Me trepaba a los árboles porque deseaba atrapar pájaros. Por eso entonces me enamoré de una chica muchos años mayor. Cuando nos dejaron solos en su casa, yo la abracé y quise hacerle el amor porque quería adelantarme a mi época. Era flaquito y casi no comía porque siempre estaba pensando en mis juegos y en mi deseo de volar.
El tiempo no se detiene y nos desgasta, señor K. Apenas ayer era un niño y hoy tengo dos hijos. Mamá es un poco mayor y su corazón vibra de alegría cuando la visito. Ese niño que ve en la imagen se convirtió en este que soy. Sigo soñando que puedo volar y sigo amando cuando mamá me abraza y dice que todo está bien. Que debajo de la cama no hay espantos porque ella me cuida. Mamá se hizo mayor y también mi hermano y yo. Pero ella cumplió un sueño: Vernos con una carrera profesional. Para que se defiendan en la vida, dijo cuando le pregunté porque nos envió a la escuela e insistió tanto para que mi hermano y yo siguiéramos estudiando. Para que tuvieran una vida más fácil, y sus ojitos se le anegaron de lágrimas.
Ella sigue amándonos como los niños que fuimos y yo sigo sin usar short ni mocasines.
 
			 
		