La Montblanc, Gabriela Zepeda y Olaf
A invitación de un viejo amigo, acepté tomar un excelente café oscuro en una conocida franquicia de alimentos ubicada al interior del aeropuerto Ángel Albino Corzo.
Mi amigo es curioso y más aún letrado. Desde su paso por la Universidad Veracruzana, sus estancias en Ciudad de México, Nueva York, Francia y en los últimos años Berlín y Argelia, le han dado una visión muy acertada de la geopolítica. Vivir en Cuba y contrastar su sistema con el ascenso del gigante asiático, terminó de afianzar sus diferencias con los marxistas ortodoxos por lo que hoy, -tampoco defiende la Tercera Vía de Tony Blair- pero está convencido de que el socialismo es una ilusión, que el capitalismo no será sustituido por un modelo que propone la expropiación de los medios de producción y la riqueza sino por la fusión de miles de modelos de economía local que puedan dar paso a la constitución de nuevas alianzas globales donde el orden mundial no sea desafiado sino fortalecido.
Mi amigo es un tipo de esos que a pesar de sus muy buenas finanzas, no deja de trabajar y de innovar en los campos empresariales y de la mercadotecnia.
Su preocupación por la inseguridad y los ataques a periodistas y defensores de derechos humanos lo hizo, de pronto, interrumpir la buena charla, e ir al grano conmigo: «me preocupa tu situación, tu trabajo como periodista independiente te ha puesto mucho en riesgo. Deberías valorar la posibilidad de retirarte de esa profesión», me dijo.
Su comentario no dejó de asombrarme. El tema de la violencia, de los grupos paramilitares financiados por el narcotráfico, la ingerencia de la narcopolítica, de la corrupción en las dos instancias estatales responsables de procurar y brindar seguridad a los ciudadanos, mi incursión en la política y el papel del Mecanismo Nacional de Protección a Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas de la Segob, fueron temas que anotó con interés en una pequeña libreta con un lapicero Montblanc y a lo que seguramente dará voz en otros espacios, en otras tierras y muy problamente en otros continentes.
Puede, quiere y sabe porqué me invitó a ese ameno e inesperado café.
Ya extendidos en el tema, hablamos también de mis diferencias con el Fiscal General Olaf Hernández y la Secretaria de Seguridad Estatal, Gabriela Zepeda. «Fíjate que son causas muy diferentes», le confesé. «A la secretaria de Seguridad y Protección Ciudadana le guardo un respeto profesional y un sentido de gratitud gracias a su trato respetuoso y muy cortez que me ha brindado a través de su jefe de prensa Amir Hernández. El tema con ella que pudiera aparentar un conflicto incluso a nivel personal ha sido la corrupción de los mandos policiacos que operan en ratos a favor de un cártel y en ratos a favor de otro, lo que ha desatado una sangrienta narco guerra en el estado. Pero en fin, en ella no recaen las decisiones que se tratan de manera política.»
«Es más -agregué-, tiene una experiencia profesional probada al grado que si se le permitiera estar al frente de la política general del gobierno del estado, creo que sería la primera en impulsar la depuración de los cuerpos policiacos corruptos que han manchado su nombre y se han enriquecido a costa de la vida de cientos de chiapanecos».
Mi amigo no dejó de anotar con ese lapicero Montblanc al que yo no dejaba de echarle el ojo por si en algún momento caía en cuenta que con gusto, habría aceptado el detalle de obsequiármelo.
– ¿Y con el Fiscal General? Preguntó. «Con ese es otra cosa». Desde el presunto feminicidio de mi hija he recibido un trato déspota, abusivo y humillante de parte de esta dependencia que se vino acrecentando desde su llegada al cargo.
– ¿Y has intentado hablar con él? Volvió a preguntarme. «Dos veces he insistido con todos los derechos y argumentos que me asisten y simplemente me ha ignorado. Es un tipo sin moral y sin palabra, a menos de que pueda demostrarme lo contrario», le dije con la confianza que hemos construido desde hace más de 18 años.
«Creo que ya es hora de abordar». Dijo no muy convencido de querer irse. «Iré al sanitario y te alcanzo», le contesté pero prefirió esperarme en la mesa. Al fin nos despedimos con un abrazo fuerte y con la esperanza de volver a vernos en algún lugar del mundo.
Él se fue por el pasillo que lleva a la sala de abordar, Lucía y yo nos fuimos rumbo a nuestro coche. Antes de dejar atrás el aeropuerto, Lucía metió la mano a su bolso, sacó un lapicero Montblanc, y me dijo: «te la dejó tu amigo». Era el mismo lapicero al que yo no dejaba de echarle el ojo.
Que Dios me regale muchos más amigos como él.